Hay gente que es fanática del café, otros que son adictos a la cafeína pero yo pertenezco a otra categoría completamente diferente: cuando tenía 4 años logre convencer a mi madre que en lugar de nesquik, debería llenar mi mamadera con café con leche ya que “el café aumenta la capacidad cerebral y te hace más inteligente.” No tengo idea de dónde saque semejante verso pero funcionó.

Hoy, durante mi sección diaria de desayuno “endoanalítico” en Starbucks (endo: “interno” - porque en ciertas culturas hablar sola en espacios públicos es sinónimo de desequilibrio mental), me puse a pensar en las motivaciones subconscientes que me llevan a gastar 10 dólares en café todos los días.

Además de las reminiscencias felices de mi infancia adictiva, pensé que quizás el hecho de haber crecido en un país que es responsable por más de un tercio de la producción mundial de café haya sido un factor fundamental en esta historia amor con un alto grado de dependencia física.

Estaba por terminar mi segundo Peppermint Mocca cuando me di cuenta que en realidad no es el café en sí la fuente de mi adicción, sino todo aquello que lo acompaña: las charlas con los amigos, las discusiones de pareja, las salidas, las resacas, las sesiones de filosofía barata, las noches de estudio durante la facultad, las reuniones de trabajo, las lagrimas de añoranza y por supuesto, las medialunas de grasa.
La proxima vez mejor me pido un Soy Latte, a ver si me saca este gusto amargo de la garganta…